Pan de higo

Fue escuchando una vieja canción que me transporté al último curso de lo que entonces se conocía como Educación General Básica. A velocidad imposible todo adquirió la dimensión agrandada de un punto de vista menguante y los aromas de la sudoración efervescente de una clase masificada -45 almas en ciernes de una pubertad incipiente- impregnaron el aire viciado de mi dormitorio. Era el día en que las fórmulas del encerado y las frases subrayadas en sintagmas dejaban paso a la actividad lúdica de los últimos días de clase. Había que organizar la fiesta para celebrar el final de un curso que nos arrojaría a las fauces desencajadas de la educación secundaria, donde la vida académica se vivía tanto dentro como fuera de los muros de los institutos de mi barrio. Los que teníamos hermanos mayores lo sabíamos. Ellos nos habían anticipado las diferencias y los lugares comunes entre el colegio y el bachillerato. También conocíamos los lugares físicos en los que la vida paraescolar de actividades semiclandestinas discurría al margen de la vigilancia paterna.
A Jose (para mí nunca fue José) y a mí nos habían nombrado encargados de la música de la fiesta. Un error de bulto por parte del tutor, puesto que él conocía de sobras que nuestras preferencias musicales diferían bastante del gusto bastante común de la clase por las remezclas bailables y la música ramplona y sensiblera. En este sentido, el musical, era el nuestro un gusto sincero. Quiero decir que el rockabilly y el rock más o menos "duro" nos gustaban de verdad y no, como en otras muchas ocasiones, cuando mostrábamos una opinión contraria a la mayoría del curso sin otra motivación que la de sentirnos diferentes. Jose y yo llevábamos compartiendo aula, mesa y muchas risas desde los cuatro años, y aún la compartiríamos durante todo el bachillerato. Es posible que hoy en día nos hubieran tachado de frikis, pero en aquella época éramos dos personajes bastante respetados. Nos movíamos en una línea socarrona y crítica que divertía y exasperaba al tiempo al resto de la comunidad educativa que compartíamos.
Aquello nos lo tomamos tan en serio que decidimos quedar en casa de Jose para preparar una lista de canciones que montaríamos sobre unas cassettes vírgenes, pensando e imaginando los diferentes momentos que se darían en la fiesta. Allí no faltaba de nada. Música radical de Kortatu o La polla records, buenas dosis de rock español de la mano de Rebeldes y Loquillo, heavy metal internacional como Iron Maiden o Judas Priest... Un cóctel musical hecho para nuestros oídos, pero difícilmente aceptable para la fiesta a la que iba destinado. Y eso que incluso incluimos como deferencia algún tema del Los hombres G, aunque sólo fuera para poner acto seguido "G de gilipollas" de Pabellón psiquiátrico (grupo poco próspero, por cierto). Después de dos horas de grabación, decidimos acabar la composición con Pan de higo de Rosendo, porque nos pareció una canción ideal para cerrar el ciclo del colegio que se acababa y nuestra intención de ser de una determinada manera en el nuevo que había de comenzar. Entre canción y canción íbamos deslabazando anécdotas y recuerdos de los años pasados, sazonadas todas con buenas dosis de humor pre-adolescente (a pesar nuestro, éramos aún demasiado jóvenes para que las absurdas preocupaciones adultas afloraran en nuestras conversaciones). Regamos esos momentos con refrescos de cola que la madre de Jose nos había preparado y que, clandestinamente, habíamos complementado con licores diversos, extraídos todos de pequeños envases promocionales de bebidas alcohólicas obtenidos de nuestros recientes y respectivos viajes familiares a Andorra. Sí, en aquellos años todavía existía la creencia que yendo a Andorra a proveerse de viandas en las macrosuperficies ultramarinas se obtenía un ahorro notable en la economía cotidiana. En uno de esos desvaríos bromeamos sobre las chicas que nos atraían. Jose tenía bastante más éxito que yo en este aspecto y a ello le ayudaba su locuacidad desmedida . La mía era mucho más comedida y tímida (maldita timidez). Conocíamos nuestros gustos, pero volverlos a confesar en aquel instante reforzó nuestra sensación de camaradería indestructible. Él lo tenía más fácil, puesto que la chica que le gustaba estaba en nuestra clase, en cambio, la que a mí me gustaba estaba en la clase contigua -otras 45 almas en ciernes- con veintitantos posibles competidores y un muro de por medio.
-Lo del muro tiene remedio...- Dijo Jose. Y lo dijo en serio. Lo supe porque cuando me tomaba el pelo dibujaba una mueca entre la comisura del labio y la mejilla que yo bien conocía y que segundos después acababa en carcajada. Yo debía de gesticular de alguna forma especial, porque él también sabía en seguida cuando le tomaba el pelo a él.
- ¿Qué quieres decir?
- Que todas las paredes, como todas las casas, se impregnan de las vivencias que allí suceden... Y tienen memoria y son permeables al alma que consiga conectar con la materia viva que poseen. Verás lo que quieras ver. Tú mira-. Dio un trago y volví a pensar que en ese momento surgiría la carcajada desparramando el líquido gaseoso de su boca. Pero no lo hizo. Primero me asestó la convicción que a esos botellines andorranos había ido a parar más graduación alcohólica que la que correspondía a sus hermanas mayores, las botellas del mueble bar... O que era una mala y lógica reacción de un cuerpo demasiado infantil todavía para unas bebidas que nunca debimos tomar. Poco a poco, sin embargo, fui cayendo en la cuenta que esa creencia sí podía encajar en el vivencial posible de Jose. Su madre era muy dada a los emplastes y brebajes naturales como remedios a cualquier mal. Tenía el gusto por la disposición de los muebles de una manera peculiar. Cualquier interiorista de barrio habría sacado más partido a los metros cuadrados de la vivienda que moraban, pero ella siempre decía que las energías positivas estaban donde estaban y que había que aprovecharlas, que no iba a mover el sofá un metro hacia atrás por aprovechar un espacio que era "neutro" o de una clara "carga negativa". -Se le va la pelota que es un contento.- Decía Jose cuando comentaba alguna de estas cosas. Así que su seria afirmación podría ser un extracto de alguna convicción materna sobre mundos invisibles. Como si nada, y para dar por zanjado el tema, bajó la conversación a al nivel terreno en el que nos hallábamos antes del inciso metafísico:
- Es chungo, pero es lo que hay. Venga nene, dale al "rec", que he enchufado ya el Pan de higo en el plato...!
Y nos quedamos tan anchos. El verano se asomaba ya al calendario y, aunque acabamos tarde, todavía había luz de regreso a casa. El sabor a menta del chicle que mascaba despejaba mi aliento y mi mente.El dolor de cabeza vendría después.

Al día siguiente nos plantamos en el colegio con el material grabado. Los de la decoración habían llegado antes y poco después lo hizo el grupo encargado de comprar los refrescos, el de los aperitivos... Cuando estuvimos reunidos todos en el aula, el tutor inició un tibio discurso de despedida en el que más o menos dejaba entrever que nos daba las gracias por nuestra actitud durante el curso y nos deseaba muchísima suerte en la nueva etapa estudiantil que nos esperaba tras el verano. Después inició una ronda para que fuéramos interviniendo uno a uno todos los compañeros de clase para ver qué nos había parecido el curso y qué esperábamos. Con toda la vergüenza y la tontería de la edad, puesta aún más de manifiesto a la hora de intervenir en público, se fueron desgajando muchos parabienes, agradecimientos, nostalgias anticipadas y besos lanzados al aire. Afortunadamente el proceso fue más rápido de lo esperado.
La fiesta empezó entre corrillos de grupos afines, llenando vasos de plástico y comiendo aperitivos de dudosa calidad alimenticia en una hora en la que aproximadamente deberíamos estar desayunando. Rápidamente se vio que la música seleccionada por la pareja de raritos no iba a invitar a una cohesión grupal que, por otra parte, tampoco había existido nunca. Nos esforzamos por explicar las bondades de lo que allí habíamos grabado, pero como era de suponer, fue en vano. Entre explicación y explicación de un pretendido savoir entendre musical nos acercábamos disimuladamente a los servicios para añadir a los refrescos la justa y prohibida medida de condimento alcohólico. Y entre divagación y divagación la realidad iba quedando a unos cuantos centímetros del suelo. A la hora de las lentas y sus obligadas piezas del Gold Ballads de Scorpions necesité acomodo en una silla, no por embriaguez (ahora sospecho que aquel alcohol, a parte de escaso, estaba rebajado) sino más por cansancio o desinterés por todo lo que estaba aconteciendo. Jose, en cambio, se lo estaba pasando en grande, sabía adaptarse al medio cuando le interesaba mucho mejor que yo. Armas verbales y físicas no le faltaban... -Qué tio- pensé. Y sonriendo pensé en sus palabras dichas ayer, tan en serio que parecían de broma, y con media mueca ascendente me quedé mirando fíjamente a la pizarra maldita que separaba la visión que deseaba. La miré como se miran esos libros en 3D en los que acaba apareciendo la profundidad donde hacía unos segundos sólo existía un fondo plano, sólo hay que desacostumbrar al ojo a mirar como mira siempre, a enfrentarlo a la mirada vacía y expectante... Así miraba yo y así apareció su sonrisa sobre la pátina verde de la pizarra, moteada del polvo blanco de las tizas, espectral, profunda y distante como yo la veía en los recreos, pero sin el bocadillo en las manos. Levitaba como levitaba algo dentro de mi ser en crecimiento y que me empujó a abandonar mi asiento y a cruzar la puerta de salida del aula. Al final del pasillo, a puerta cerrada, la clase contigua celebraba también su propia fiesta de fin de curso. Yo llevaba la sonrisa de la estupidez inocente impregnada en el rostro. Lo supe porque la vi claramente reflejada en el ventanuco que se abría en la puerta. Lo supe porque en ese reflejo vi superpuesta la misma sonrisa proyectada momentos antes desde la pared, sólo que el destinatario de tan simpático gesto no era yo, sino Juan, quien selló el gesto con un breve beso de labio contra labio. -Decepcionante elección- Pensé. -La mía y la suya-. Volví a la clase donde Jose se seguía divirtiendo. Volví a mi silla y volví a mirar la pared con la certeza que había aprendido la primera lección de bachillerato el último día de colegio. No vi nada. Sólo me devolvía los ecos de Pan de higo.

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