Dos de veinte
Es
por disimular, por manipular, por mentir vilmente que escribo esta
pequeña entrada. Digo que hoy sumo un año más a mi colección de abriles,
mayos y diciembres cuando en realidad no es hoy cuando escribo. Un
falso directo. Una pregrabación impostada y sometida a la
postproducción, a la corrección y a la censura. Tanto rodeo para decir
que hoy (mentira) llego a la cifra que viene a delimitar no sé qué. Nos
pasamos la vida contando, clasificando, ordenando, encajando, para
volver a comprobar más tarde si hemos encajado, ordenado, clasificado o
contado bien... O mal. Venga a volver a empezar. ¿Dónde hemos fallado?
Sumamos, restamos y coleccionamos estadísticas que dicen que nuestra
media de esperanza de vida ronda ya los ochenta años. Desde ese punto de
vista y suponiendo que yo vaya a ser otro número que reafirme la
estadística (imposible saberlo hoy), he andado la mitad del camino. Una
vez me dijo una persona de edad avanzada que él estaba al final del
metro. Lo dijo sacando una de esas herramientas medidoras enrollables
que, efectivamente, medía un metro. Lo estiró hasta el límite de
resistencia del muelle que retrae automáticamente la lámina metálica
graduada de estos aparatejos a velocidad pasmosa.
-Míralo como quieras -dijo-, pero por mucho que intente estirarlo no pasaré mucho más allá de este trecho.
Lo decía -o eso supuse- en el convencimiento de que no iba a desaprovechar ese tiempo restante hecho herramienta de medición. El tiempo hecho espacio seriado milimétricamente, amenazante en su descuento.
En
otra ocasión me explicaron otro caso de medición concienzuda de los
días que a uno supuestamente le quedan. Nunca he calibrado la veracidad
del caso, pero en su momento lo di por bueno y sigo haciéndolo. Quien me
lo relató no sacaba nada, ni beneficio ni perjuicio, contandome una
falsedad. No pretendía más de mí que ejemplificar, desde el punto de
vista de la programación neurolinguística, cómo podemos cambiar
radicalmente nuestro punto de vista vital, nuestra forma de percibir el
mundo a raíz de un suceso determinado. Se trataba de una persona de
mediana edad -Carlos, creo que me dijo que se llamaba este amigo del
relator- obesionada por el trabajo que tras sufrir un infarto grave y
haber medio traspasado la línea de la vida se dijo que aprovecharía cada
día de esta segunda oportunidad regalada. Para ello dispuso una gran
tabla repleta de marcas en una habitación que tenía preparada a modo de
gimnasio casero. Cada marca representaba un día de los que supuestamente
le quedarían hasta llegar a esa cifra estadística y finalista de los
ochenta años y así, cada mañana, mientras realizaba sus ejercicios
rutinarios, corriendo inmóvil sobre una cinta o levantando pesos
improductivos, con la esperanza secreta de certificar cada una de esas
marcas o incluso poder añadir alguna más al tablero, veía la
representación de su hipotético tiempo futuro.
A
las puertas de mi aniversario pienso en todo esto como algo terrible e
insoportable. Restar días, restar tiempo para sumar la sensación cada
vez más pesada de que siempre nos quedarán cosas por hacer. Que
acabaremos antes nuestro tiempo concedido. Desconozco desde cuándo
llevaba el hombre del metro en el bolsillo mostrando sus días sobre la
lámina milimetrada y metálica en una insatisfacción de crecimiento
exponencial, pero casi estoy convencido de que en algún momento lo
dejará de hacer, si no lo ha hecho ya. Como ese Carlos descolgará la
tabla de su gimnasio en algún momento, tal vez cuando vea que las marcas
han disminuido en demasía. Adquirir gráficamente la conciencia del
tiempo que a uno le queda (tiempo inexacto, impreciso e irreal, por otra parte), lejos de ayudar al aprovechamiento del tiempo real y cotidiano que tenemos, debe crear una ansiedad insoportable, porque la lista de cosas que a uno le quedan por hacer siempre supera a la de cosas que uno hace o puede hacer. Exprimiendo el tiempo también nos exprimimos a nosotros mismos y el jugo resultante tiene un sabor cuanto menos amargo.Llego a estos cuarenta en una suma imperfecta de instantes que me han llevado y me han traído hasta aquí. Sólo he conseguido dominarlo a ratos -el tiempo-, cuando he conseguido fluir con él, no contra él. Y esa es mi humilde pretensión para mañana, no sé si para pasado. Seguir fluyendo en una suma imperfecta de amores, amistades, risas, penas, dolores y quebrantos que ninguna matemática sustenta. Por eso, dos de veinte no hacen mis cuarenta.
Comentarios
Publicar un comentario