Espejo

El espejo le devolvió aquél día la desgana con una apatía crecida en la rutina. Con una crueldad macerada en el tiempo. El pelo revuelto en madeja de mil hilos descoloridos, el rostro sesgado por las marcas de los años, los ojos empañados por la visión de una existencia que se le antojaba absurda. Le costó reconocerse en ese reflejo. Le pareció que miraba a una extraña. Intentó recordarse años atrás -no tantos-. Intentó lidiar con la piel gastada y desdibujarse un poco. Emborronarse y difuminarse como lo haría una de esas cámaras con filtro que usan actores y actrices cuando la edad les empieza a alejar de su rostro ideal y perfecto. Puede que fuera un momento, puede que fuera la vista fijada en el horizonte espectral de su reflejo, allá donde se encuentran los dos ejes oblícuos de las miradas perdidas, pero le pareció ver el fogonazo de su brillo ahora gastado. Fue un momento. El espejo volvió a arrojarle crueldad y se sintió de nuevo una extraña, una desconocida con la que había dejado de comunicarse hacía tiempo, como si hubiera perdido el contacto, sin saber muy bien por qué, con aquella a la que ya no veía. Es lo que tiene el alejamiento. Esa forma de distancia es tan elástica, tan progresiva, tan discreta... Un día se agranda un paso, otro día uno más largo, la pereza de desandar puede al tercero y así vamos abriendo brecha, a veces queriendo, pero sin querer hacerlo voluntariamente las más de las veces. O eso decimos. O así nos justificamos. Hasta que llega un momento en que el pasado empieza a pesar más que el futuro y el fiel de la balanza se inclina hacia una amalgama de recuerdos que se difuminan y lastran la necesaria esperanza del mañana con la inevitable certeza de un desaparecer definitivo. Pero aquel día se propuso contrapesar la balanza y reencontrarse, se dijo que quería volver y volver a ser. Se lo dijo delante del espectro desmadejado que le miraba fijamente. Llamó a la oficina y fingió sentirse indispuesta. Estaba segura de que no la echarían en falta en la editorial, esa a la que había dedicado tantas horas y tanto esfuerzo desde hacía años, siempre buscando el talento en autores aún por descubrir, siempre buscando la publicación más vanguardista, la confrontación de puntos de vista divergentes. Horas y días malogrados desde que la editorial se integró en un conglomerado multimedia internacional con una linea editorial impuesta desde algún rascacielos elegante de la Gran Manzana con clara vocación resultadista y escaso interés por la calidad. Había acabado siendo una administradora de textos impuestos sobre los que no cabía opinión alguna (casi ni la merecían, pensaba). Un cúmulo de obras insulsas jaleadas por la dudosa popularidad de sus autores fictíceos, famosillos del tres al cuarto que no sabrían juntar más de tres palabras en una frase y que se lanzaban a contar las más variopintas estupideces que iban de autobiografías anodinas a estúpidas técnicas de autoayuda sin ninguna base ni sustento. Lo curioso es que todo aquello se vendiera. Y se vendía. Y servía de material y carnaza para programas de televisión que la misma empresa producía. Y ella entendía cada vez menos aquello. Nada. O quizás se escudaba en la incomprensión para evitar el incómodo revolver de tripas ante la asunción de una triste realidad.
Volvió ante el espejo y abrió un cajón. Escogió un lápiz de labios al azar y se dispuso a escribir sobre su reflejo. No sabía como empezar. Pensó que escribiría una carta. El tratamiento fue el primer escollo. Empezar con un "Querida " podría parecer de una familiaridad que ya  no le pertenecía. Intentó recordar otras fórmulas de inicio y se dio cuenta de que había perdido la costumbre de escribir cartas. Se escriben pocas ya. Se han cambiado por  más veloces y seguramente más eficientes formas de comunicación. Mensajes escuetos, acotados y limitados muchas veces. Tal vez no haga falta más o tal vez nos conformemos con eso como con tantas otras cosas que atañen a nuestra vida. Tal vez valga con lo esencial y lo inmediato, pero a ella le gustaba recrearse en los matices y por eso se le iban las letras ante cualquier reflexión y por eso añoraba las antiguas cartas escritas a mano que contaban y contaban. Y disfrutaba con la lectura y la búsqueda de textos nuevos para la editorial en la que trabajó en otro tiempo y donde sólo figuraba ya como objeto presencial y prescindible. Y por eso también siguió en la tesitura estúpida de cómo empezar una carta que en realidad nunca lo acabaría siendo, a la antigua usanza por lo menos. Deshechó la fórmula "Distinguida Sra..." , no quiso parecer un banco que denegara un crédito. Se lanzó al final por la fórmula más sencilla y directa de todas: el nombre. María. Y lo siguiente empezó a rodar y contar, para su sorpresa, como se cuentan los cuentos tantas veces sabidos y contados, retenidos en algún punto de la memoria y dispuestos enteros para su reproducción casi automática. El carmín empezó a cubrir el espejo: "No puedo recordar, tal vez no lo he intentado, el momento en que te empecé a fallar. O el que tú lo hiciste conmigo. Puede que no quiera hacerlo. Puede que ni siquiera exista ese momento. Que no sea único ese momento o tal vez -lo más triste- que no te haya ni me hayas fallado. Que todo tenga que ver con la acumulación de recuerdos y olvidos, de absurdos objetos, de triunfos y derrotas, de amores y desamores, de la mierda de lastre con la que nos cargan los años, con madurar (qué metáfora esa que nadie quiere continuar en su curso natural hacia la podredumbre), con hacerse adulto, viejo. Puedo recordarte. Mal. Pero puedo recordarte y dueles. Sobre todo porque no puedo revivirte en mi absurdidez vital que pensabas que te haría feliz, donde los retos iniciáticos ya no son clandestinos ni iniciáticos. Fumar, beber, follar y procurar dinero para seguir fumando, bebiendo y follando con aquellos tipos que parecían divertidos, que hablaban de poetas malditos que tú conocías de sobras y susurraban al oído mentiras sobre un futuro que nunca sería. Y lo sabías. Y te daba igual porque elegías el presente".
Sintió calor y se desprendió del albornoz. El reflejo le devolvió un cuerpo terso y amable tatuado en una retahíla de palabras invertidas. Le pareció que esa imagen, así impresa en algún libro de los que su editorial publicaba en los últimos tiempos, daría para una saga de misterios y enigmas. Casi esbozó una sonrisa y siguió escribiendo: "Pero tranquila, no te escribo para sermonearte ni aleccionarte de nada. No quiero repetirme en la madre que tuvimos, a la que tú entendías poco y a la que yo añoro, no sé si por el apego que se adquiere a las presencias o por lo que más me cuesta reconocerle: ser persona íntegra en el mundo de mierda que le tocó vivir. Te escribo para decirte que me importas lo bastante como para odiarte a ratos largos, los de mis largas noches en las que, en el fondo, te echo de menos en tu verbo prodigioso en el que podías desgranar los 'Veinte poemas de amor' de Neruda sobre los labios de cualquier conquista nocturna, porque dejaste para mí la 'Canción desesperada' y en todo acabé siendo naufragio. No porque no conquiste ni las sombras -también en eso te perdí o me dejé perder-, sino porque he dejado de buscarte y tú ya no me buscas tampoco. Porque he dejado de buscar. Porque entre todas las sucesiones vanas de mi exisencia cotidiana actual que van desde el despertar torpe y a regañadientes, pasando por el café derramado del desayuno, por el metro a reventar y maloliente, por llegar al trabajo y ver la cara de sapo de mi jefe que convoca una reunión para decir lo mismo que ayer, por olvidarme de nuevo la compra, por comer sobras de hace tres días y guardar algunas más para cenar, por volver a los anodinos textos del trabajo, por rechazar la invitación para tomar una copa de unas compañeras que no lo son, por la correspondencia que sale del buzón y se amontona encima de la mesilla de la entrada, por guardar las sobras para mañana por si me vuelvo a olvidar la compra, por ver la tele un rato y querer apagarla a los dos minutos que acaban siendo dos horas, por cerrar los ojos; porque en todas estas comas siento el abandono de tu grito, de tu 'vete a la mierda´ y 'busca´, porque hoy más que nunca necesito reencontrar ni que sea tu sombra. Tu sombra, tu reflejo. Ojalá fuera esa tu respuesta en este espejo. Acabo. Me despido. Quiero quererte aunque no me creas".
El carmín había sobrepasado ya el espacio del espejo y había ocupado recintos donde descansaban jaboncillos, perfumes y se había deslizado hacia el lavamanos. El patio interior hacia el que estaba orientado el baño filtraba una luz tenue y melancólica, bañada de los primeros aromas de pucheros y el eco de algún gemido orgásmico. El conjunto el pareció una escena de lo más poética y gritó. También lo hizo su reflejo impreso en carmín y el eco que huyó triunfante por el patio.

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